Capítulo IV - La llama verdadera
Impresionante. El fuego del Sol ardía,
pero no hería.
Era tan diferente al engaño del volcán,
a los susurros de la oscuridad.
Y así, las palabras del Sol, ardientes como el amanecer,
quedarían para siempre en el corazón de Velignia:
—Amada mía, nunca se trató de arder más que el mar,
o quemar como el viento.
¿No ves que son cosas diferentes?
…Y Velignia no pudo disimular una tímida sonrisa.
—Jamás podrías ocupar el lugar de otro, porque entonces, 
dejarías de ser fuego, ¡dejarías de ser tú!
Ni las dos llamas más ardientes las he creado iguales.
Ninguna podría arder como lo hace Velignia.
—Mi llama preciosa,
¿no ves que cuando te ven a ti, ven una parte de mi?
¿Ves, que no eres tan pequeña?
Así le decía el Sol, mientras acariciaba su cabello luminoso.
Abrumada, Velignia sentía el peso dulce de la verdad.
Pero, a la vez, sus piernas temblaban.
Sostuvo la mano del Sol, y le suplicó que se quedara.
Él sonrió, y le dijo:
—Acaso cuando llega la noche ¿significa que no estoy?
¿Y para qué crees que son las estrellas que te di?
Cada destello de verdad, guárdalo como un tesoro, no como un puñal.
—Verás cómo cada mañana,
tu llama se hace más pura, se hace más alta.
Déjate pulir, para que brilles en mi eternidad.
Velignia escuchaba con atención
mientras entretejía sus dedos y jugaba con su anillo.
Apretaba sus labios, y respiraba profundamente.
El Sol, con voz de eternidad y ternura, añadió:
—Mi niña, no confundas los dones con el amor. 
Ellos arden porque Yo los encendí, 
pero no son el centro de tu valor. 
Aun si tu llama se ensuciara, 
aun si no supieras domarla, 
aún si te pareciera que no hay nadie más, 
seguirías siendo Mía, 
seguirías siendo amada...
Porque la verdadera llama, 
y mi verdadero tesoro… 
eres tú.
Y allí, 
envuelta en el abrazo del Eterno, ya no temió jamás, 
y ansiaba ir a contar cada detalle a las estrellas...
Cuando Velignia ya se disponía a regresar a la superficie de la tierra, 
Él tomó la mano que portaba su anillo...
—Tengo algo más que decirte. 
Y el Padre Eterno, inclinó su cálido rostro hacia ella: 
—No importa el espejo y no importa el tiempo, 
sigues siendo tan hermosa, 
como el día en que te soñé.