Velignia
Autora: Cuervo Blanco

Prólogo – El Valle de las Llamas Invisibles


Junto a las montañas,
allí donde brotan gemas multicolores como flores del alba,
nació Velignia.

Joven de brasas suaves y mirada luminosa,
de amor cálido y manos frías,
como el rocío que besa la mañana.

Llevaba siempre su anillo dorado, y una llama en su pecho,
una chispa que, a veces,
no sabía si ocultar, o domar.

Sin embargo, en ocasiones, la chispa titubeaba.
Deambulaba cabizbaja y sentía el ardor de un destino incierto.

Así se sentía cada vez que veía
a la tormenta crujir con fuerza,
al mar alzarse sin miedo,
o a los vientos danzar con certeza.

Los veía brillar en sus dones, y fue entonces...
cuando comenzó a creer, que su fuego no era suficiente.


Capítulo I – El Volcán de Cenizas


Pero la llama también dibujaba,
y danzaba a todo color.
Sabía amar con fiereza, y ser pureza que arde.

Así era Velignia,
el orgullo de sus padres, las dos estrellas brillantes.
Ellos le enseñaron el arte, de iluminar la noche.

Cuando la veían opacarse, le lanzaban destellos de verdad.
Pero ella no comprendía, por qué era tan urgente,
por qué era tan vital su claridad.

Velignia no notaba, que su llama se tornaba ácida,
ceniza viva, ira sin canto.
Ya su chispa le parecía pequeña,
y hasta creyó que en el aplauso,
estaría su mejor instante.

Guardaba los destellos como brasas amargas.
Los encerró junto a críticas sin razón,
y empuñó la daga de la lógica,
contra su propio corazón.

Y es que se distrajo…
se le olvidó, o no buscó.
Vio en lo demás lo absurdo y creyó,
y así, la fuente de todo fuego ignoró.

La ceniza creció en silencio,
y Velignia comenzó a odiar su reflejo.
Silencio, ira, frustración, no lo notó,
pero en volcán se convirtió.
Calló el trago amargo,
y dejando correr sus lágrimas, durmió…


Capítulo II – El Don Original


En la oscuridad, algo se mueve, y se retuerce...

"Todo arde en victoria, menos tú. Déjate llevar… ¿Qué más da?
¡Hazlo! ¿Quién te detendrá, cuando la lava decidas soltar?
Nadie lo sabrá… pero tu fuego sentirán."

Velignia dormía. Y el volcán... un reflejo invertido, un diseño roto...
le susurraba en sueños con voz de triunfo, pero envuelto en mentiras.

Velignia se cubrió de espanto. Se negó a perderlo todo,
se negó a ser lo que siempre odió.
Y fue entonces que el silencio dejó de ser refugio…
y se volvió clamor.

De pronto, el calor no venía de ella…
sino contra ella.
Como si una llama más alta la enfrentara. Y decía:
"No es posible. ¡Yo soy la llama! ¿Quién me quema?”

Y entonces, alzó los ojos, y allí estaba...
El Sol. Inmenso, como si la hubiera esperado siempre.
Ella podía mirarlo sin pestañear,
porque para eso, había sido creada.


Capítulo III - La Flecha de Fuego


Pero Velignia, se sentía incapaz de sostener la mirada,
mientras la mentira de una redención imposible,
luchaba por abrazarla.

Se vio a sí misma,
vio las cenizas, una belleza sombría.
Pero el Sol, ya estaba ahí... Y no la dejaría ir.

Esparció llamaradas de luz,
rasgó la oscuridad y encaró al volcán.
Y como una flecha de fuego, atravesó la dura ceniza,
hasta llegar a Velignia.

Cara a cara, allí estaban.
Su corazón galopaba.
Y al ver el Sol de cerca,
discernió entre las llamas un rostro familiar.

Las lágrimas recorrieron su rostro,
y un alivio la inundó.
Se dejó caer, se dejó llevar.
Y entre lágrimas,
cayó en el abrazo de Su Padre Celestial.

La culpa se disipaba,
y el humo de los argumentos, la lógica y la mentira,
salían de su pecho.

Velignia simplemente, los dejó escapar.
Abrió la jaula que ella en sí misma construyó,
dejó ir al volcán,
y se dispuso a escuchar.


Capítulo IV - La llama verdadera


Impresionante. El fuego del Sol ardía,
pero no hería.
Era tan diferente al engaño del volcán,
a los susurros de la oscuridad.

Y así, las palabras del Sol, ardientes como el amanecer,
quedarían para siempre en el corazón de Velignia:

—Amada mía, nunca se trató de arder más que el mar,
o quemar como el viento.
¿No ves que son cosas diferentes?

…Y Velignia no pudo disimular una tímida sonrisa.

—Jamás podrías ocupar el lugar de otro, porque entonces,
dejarías de ser fuego, ¡dejarías de ser tú!
Ni las dos llamas más ardientes las he creado iguales.
Ninguna podría arder como lo hace Velignia.

—Mi llama preciosa,
¿no ves que cuando te ven a ti, ven una parte de mi?
¿Ves, que no eres tan pequeña?

Así le decía el Sol, mientras acariciaba su cabello luminoso.
Abrumada, Velignia sentía el peso dulce de la verdad.
Pero, a la vez, sus piernas temblaban.
Sostuvo la mano del Sol, y le suplicó que se quedara.
Él sonrió, y le dijo:

—Acaso cuando llega la noche ¿significa que no estoy?
¿Y para qué crees que son las estrellas que te di?
Cada destello de verdad, guárdalo como un tesoro, no como un puñal.

—Verás cómo cada mañana,
tu llama se hace más pura, se hace más alta.
Déjate pulir, para que brilles en mi eternidad.

Velignia escuchaba con atención
mientras entretejía sus dedos y jugaba con su anillo.
Apretaba sus labios, y respiraba profundamente.
El Sol, con voz de eternidad y ternura, añadió:

—Mi niña, no confundas los dones con el amor.
Ellos arden porque Yo los encendí,
pero no son el centro de tu valor.
Aun si tu llama se ensuciara,
aun si no supieras domarla,
aún si te pareciera que no hay nadie más,
seguirías siendo Mía,
seguirías siendo amada...
Porque la verdadera llama,
y mi verdadero tesoro…
eres tú.

Y allí,
envuelta en el abrazo del Eterno, ya no temió jamás,
y ansiaba ir a contar cada detalle a las estrellas...
Cuando Velignia ya se disponía a regresar a la superficie de la tierra,
Él tomó la mano que portaba su anillo...

—Tengo algo más que decirte.

Y el Padre Eterno, inclinó su cálido rostro hacia ella:

—No importa el espejo y no importa el tiempo,
sigues siendo tan hermosa,
como el día en que te soñé.

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