Desde entonces, lo visitaba. Lo llamaba “Maestro”, y cada día aprendía más. Sus colores empezaron a volver, pero aún no liberaba a sus mariposas. Seguían allí, en su frasco, por si acaso. Con el tiempo, se mudó a otra ciudad… y allí llegó una tormenta que casi la ahogó. Dudas, mentiras, palabras seductoras… todo la fue alejando del Gran Rey.
Volvió a perder su color. Volvió a la oscuridad. Se adaptó a las opiniones de otros hasta olvidar quién era. Se disfrazó de lo que no era. Y sin embargo, aún en su vacío, tenía una habilidad especial: sabía cómo amar a los rechazados. Sabía unir a los olvidados y brindarles ternura. Aun sin colores, seguía dando algo de luz. Hasta que un día, un destello de luz brilló en su ventana. El Gran Rey le había preparado un camino que ni ella misma imaginaba.
Esta vez se encontró con alguien diferente… un joven que caminaba en su mismo campo de soledad. Juntos un día, ellos fueron invitados a una fiesta. Allí conocieron a una familia: un Rey, una Reina y sus hijos. Ese encuentro fue un rayo de esperanza y el comienzo del camino de regreso a casa porque, tiempo después, el Gran Rey le revelaría algo extraordinario: ellos eran sus padres.