Había una vez, en una ciudad lejana, una pequeña niña. Ella no era como los demás: era muy diferente. La pequeña tenía alas doradas, capaces de brillar incluso en la más densa oscuridad. Además, no eran duras, sino suaves como algodón. Con su risa, sus alas y su hermosa personalidad iluminaba todo a su alrededor. Pero, al parecer, no a todos les agradaba aquella luz…
Las personas de su entorno, incluso quienes alguna vez parecieron cercanos, terminaron intentando apagarla. Mancharon el dorado de sus alas, y cortaron parte de ellas, arrancando plumas una tras otra. Sus alas, ya manchadas y rotas, dejaron de emitir luz.
Con el tiempo la niña creció con miedo a volar y brillar, mientras reprimía sus sueños. Cada noche tenía la misma pesadilla: veía cómo la abandonaban por ser quien era. Al despertar, miraba por la ventana las estrellas y se preguntaba ¿Alguna vez me amarán como soy? Por eso se dedicó al teatro, allí no tenía que mostrarse tal cual era, solo interpretar un papel. Ese mundo la aceptaba; pero no por su verdadera identidad, y eso, poco a poco la fue apagando por dentro.
Miraba por la ventana las estrellas y se preguntaba ¿Alguna vez me amarán como soy?
Pasaba noches envueltas en lágrimas y abrazada por el vacío. La soledad y el miedo a volar eran como una sombra de niebla constante. Pero un día, cuando la chica estaba en su precipicio más oscuro, apareció una luz que ella siguió. Hacía años que no veía una tan brillante. Tenía un vago recuerdo de lo que estaba viendo, le resultaba familiar.
Ese resplandor la condujo lejos de la ciudad hasta un páramo desconocido. En ese lugar, se encontró con la obligación de dar un paso de fe. Las dudas gritaban, la razón argumentaba, la experiencia pesaba, el corazón temblaba… Todo era una batalla interior.
Sin embargo, en medio de esa lucha, algo en su interior se agitaba: su alma, su propia luz. De pronto, en medio de su tormenta, apareció como una señal, algo que solo ella sabía reconocer y le gritaba: sigue adelante. Aquella luz interior que había estado escondida tanto tiempo empezó a hablar. Reuniendo valentía, calló todas las demás voces en su cabeza y dio un paso.
El camino era confuso, pero brillante. Caminó y caminó… hasta descubrir la ciudad más luminosa que jamás hubiera imaginado: un castillo dorado inmenso y calles llenas de gente cariñosa y amorosa. Su interior despertó y, sin saber por qué, comenzó a reír. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, esta vez de alegría. Corrió hasta el castillo, donde alguien ya la esperaba: un Rey, cuyo rostro brillaba intensamente.
Su interior despertó y, sin saber por qué, comenzó a reír.
La joven, abrumada por tanta claridad, se arrodilló y rompió en llanto. Su ropa, sus cicatrices, sus alas… todo le producía vergüenza ante aquel majestuoso Rey.
—Oh, mi pequeña —dijo él, inclinándose para levantarle el rostro— No tienes por qué esconderte. Eres hermosa; te traje a casa por una razón. Yo te amo, eres especial y nunca fuiste rechazada. Siempre estuve contigo. No hubo ni una sola lágrima que no contara.
La muchacha lo miró y lloró aún más fuerte. Con cada palabra, algo se quebraba en su interior y la hacía sentirse libre. En sus cicatrices empezaron a brotar lirios, símbolos de pureza y hermosura, prueba de que el Rey era quien la había sanado. Ella lo abrazó con fuerza, susurrando:
—Gracias… ¡gracias!
El Rey sonrió y, mientras secaba sus lágrimas, le dijo:
—Vuela. Tus alas fueron hechas para volar, no para esconderse. Cuando sientas que ya no puedes, no temas: yo estaré allí para levantarte y ayudarte a volar.
La joven sonrió y alzó el vuelo. Cuanto más ascendía, más se limpiaban sus alas; cada mancha desaparecía, y el dorado resplandecía con fuerza… hasta que alcanzó las estrellas. Allí encontró al Príncipe, el hijo del Rey. Él la estaba esperando, y con un abrazo le mostró el amor más profundo de todos. Juntos bailaron por mucho tiempo, y compartieron sonrisas e historias. Él, le regaló un anillo acompañado por una promesa: nunca la dejaría sola.
Esta es la historia de la joven de alas doradas que se convirtió en princesa. Y desde entonces, por la eternidad, vivió en el palacio dorado con su familia, ayudando a muchos y recordándoles quiénes son para el Rey.
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