Se convirtió en un samurái sin señor. Ganó poder, ganó fama, y lo admiraban. Pero el orgullo creció y le hizo rancio, amargo y ciego. Por fuera tenía una reputación de acero. Por dentro, seguía siendo un niño solitario.
Un día, conoció a una princesa errante, sin rumbo. Ella fue la única que vio más allá de su dureza, que entendió la fragilidad de su corazón. Cuando él tambaleaba, ella lo sostenía. Y cuando la princesa conoció la verdad sobre el Rey, llevó a su amado hacia la luz. Lo llevó ante el Gran Rey, y cuando el monarca puso sus manos sobre los ojos del samurái, le devolvió la vista. Entonces, con la mirada que solo un Padre tiene para su hijo, le dijo:
—Tú no me conocías… pero yo siempre te conocí. Y hoy quiero regalarte una vida eterna, junto a mí… y junto a ella.
El samurái, con lágrimas, respondió: —No lo merezco. Tomé el honor para mí. Por mi orgullo, el enemigo me engañó…
— Ya sabes cómo es, mezcla un poco de verdad con mentira, y el engaño se hace más fuerte. —El Rey le respondió con ternura —Que hayas fallado no hace que te ame menos. Que hayas caído no anula que te haya acompañado. Aunque tú me fuiste infiel… yo te seré fiel eternamente. Si yo soy tu Señor, responderé por todo lo que tienes, porque tú me perteneces. Y todo lo que tú ames… yo lo amaré más. —Hijo mío —continuó el Rey—, aunque tú cuides de tus tesoros… yo soy el Señor. Yo pagaré. Yo daré. Yo haré. Yo cumpliré.
Para el samurái, esas palabras fueron como un viento violento que lo golpeó de frente… pero en ellas encontró, por primera vez, paz.
Entonces, tembloroso, le preguntó: —¿Y mi espada? ¿No me la vas a quitar? Si fue el enemigo quien me la dio…
El Rey sonrió inesperadamente. —¿Y quién crees que te bendijo con ella en realidad? El problema no es la espada… sino quién la usa y con qué propósito. La espada crecerá y cambiará con tu corazón. Y esta, tu amada —continuó el Rey— fue preparada para ti desde la eternidad. Ella cuidará de tu corazón. Jamás lo escondas de ella. Nadie lo amará más… porque yo le di el don de cuidarlo.
El samurái no aceptó un trato… sino un regalo eterno. Y su vida, y la de su amada, cambiaron para siempre. Confió en su Padre. Fue obediente y fiel a su Señor. Y así, el samurái murió… y surgió un rey.