El samurái y el Rey
Autora: Cuervo Blanco
Había una vez un talentoso espadachín. Y aunque era príncipe, ni él lo sabía ni le enseñaron a vivir como tal. Aunque creció entre nobles del reino, siempre se sintió solo, sin encajar en las exigencias de la corte. Vivió como un huérfano con una vida secreta, deseando ser dueño de sí mismo.

Dondequiera que iba, era un líder. Y era leal a todo aquel que se ganara su favor… y su difícil sonrisa. Esto bien lo sabía el príncipe de la oscuridad, quien fue a su encuentro y le propuso un trato.

—Sé muy bien que eres de sangre noble y que perteneces al Rey de este reino —le dijo con voz serena.

Pero el joven lo interrumpió de inmediato: —Yo no pertenezco a nadie. Ni siquiera a ti, si eso es lo que vienes a ofrecer.

Con una sonrisa que olía a trampa, el príncipe oscuro respondió: —Oh no… no quiero ser tu señor. Te propongo algo mejor. Si aceptas, los dos ganamos. Serás tu propio señor. El honor será solo para ti. No necesitarás del Rey para hallar tu destino ni para sentirte completo. Toma esta espada: con ella, muchos te respetarán, y otros te temerán. No necesitarás a nadie más… solo a ti mismo.

El joven, intrigado, preguntó: —¿Cómo una oferta tan buena para mí podría beneficiarte a ti?

El enemigo respondió sin titubear: —Simplemente no quiero sumar aliados al Rey. Él no me cae bien. Y tú, a Él, no le importas. Así que, si te apartas de su causa, los dos salimos ganando. ¿Qué me dices?

Seducido por la propuesta, el joven aceptó.

Vivió como un huérfano con una vida secreta,
deseando ser dueño de sí mismo.

Se convirtió en un samurái sin señor. Ganó poder, ganó fama, y lo admiraban. Pero el orgullo creció y le hizo rancio, amargo y ciego. Por fuera tenía una reputación de acero. Por dentro, seguía siendo un niño solitario.

Un día, conoció a una princesa errante, sin rumbo. Ella fue la única que vio más allá de su dureza, que entendió la fragilidad de su corazón. Cuando él tambaleaba, ella lo sostenía. Y cuando la princesa conoció la verdad sobre el Rey, llevó a su amado hacia la luz. Lo llevó ante el Gran Rey, y cuando el monarca puso sus manos sobre los ojos del samurái, le devolvió la vista. Entonces, con la mirada que solo un Padre tiene para su hijo, le dijo:

—Tú no me conocías… pero yo siempre te conocí. Y hoy quiero regalarte una vida eterna, junto a mí… y junto a ella.

El samurái, con lágrimas, respondió: —No lo merezco. Tomé el honor para mí. Por mi orgullo, el enemigo me engañó…

— Ya sabes cómo es, mezcla un poco de verdad con mentira, y el engaño se hace más fuerte. —El Rey le respondió con ternura —Que hayas fallado no hace que te ame menos. Que hayas caído no anula que te haya acompañado. Aunque tú me fuiste infiel… yo te seré fiel eternamente. Si yo soy tu Señor, responderé por todo lo que tienes, porque tú me perteneces. Y todo lo que tú ames… yo lo amaré más. —Hijo mío —continuó el Rey—, aunque tú cuides de tus tesoros… yo soy el Señor. Yo pagaré. Yo daré. Yo haré. Yo cumpliré.

Para el samurái, esas palabras fueron como un viento violento que lo golpeó de frente… pero en ellas encontró, por primera vez, paz.

Entonces, tembloroso, le preguntó: —¿Y mi espada? ¿No me la vas a quitar? Si fue el enemigo quien me la dio…

El Rey sonrió inesperadamente. —¿Y quién crees que te bendijo con ella en realidad? El problema no es la espada… sino quién la usa y con qué propósito. La espada crecerá y cambiará con tu corazón. Y esta, tu amada —continuó el Rey— fue preparada para ti desde la eternidad. Ella cuidará de tu corazón. Jamás lo escondas de ella. Nadie lo amará más… porque yo le di el don de cuidarlo.

El samurái no aceptó un trato… sino un regalo eterno. Y su vida, y la de su amada, cambiaron para siempre. Confió en su Padre. Fue obediente y fiel a su Señor. Y así, el samurái murió… y surgió un rey.

Aunque tú me fuiste infiel… yo te seré fiel eternamente

Pasó el tiempo y el príncipe de la oscuridad fue a buscar al hombre que una vez había poseído: al samurái orgulloso. Pero ese hombre ya no existía, así que con furia, irrumpió en el palacio y le gritó:

—¡Rompiste nuestro trato! ¡Tú y los tuyos sufrirán por esto!

Pero el ahora Rey lo miró sin miedo. Y le dijo con firmeza: —No tengo por qué temerte. Porque mi Señor y mi Gran Rey… Él responderá por mí.

Entonces, estrellas como relámpagos descendieron del cielo y desterraron al enemigo.

Desde aquel día, fue llamado el Rey Josué, el Justo. Ya no era amargo, sino manso. Firme con la verdad, pero lleno de compasión. Todo lo que hizo por el honor de su Señor, incluso en secreto, fue recompensado. En esta vida… y en la venidera.

Junto a su reina, no había rincón que no tocaran, ni terreno que no pisaran, sin que la luz de su Señor lo transformara. Pasaban cosas extraordinarias en su reino. Y es que el Rey Josué gobernaba incluso con las lumbreras del cielo. Milagros inesperados ocurrían. Fue un rey de causas imposibles. De conquistas hechas por fe. De saltos al vacío… que siempre terminaban en vuelo porque su Señor lo sostenía...
eternamente.
¿Te gustó esta historia?
Si te ha sido de bendición, envíala a tus amigos para que ellos también la puedan disfrutar.
Made on
Tilda